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5.2.4. Asegurando las reglas del juego.

5.2.4.1. Asegurar la libertad y la concurrencia crítica.

En cualquier continente y país, el Estado suele ser un fatal profesional en cualquier actividad, y también en la Medicina, sobre todo cuando se empeña en hacer las cosas de arriba abajo, centralizadamente (lo que es su instinto propio); tiene, además, tendencia a agigantarse, a apoltronarse, a burocratizarse y a corromperse, a no ser que sus funcionarios sean muy nuevos o muy éticos, y estén muy bien estimulados y pagados.

Más que hacer las cosas, el Estado ha de dejar que los actores espontáneos de la sociedad las hagan, incentivándoles y complementándoles en lo que haga falta, pero mínimamente; y, sobre todo, ha de vigilar las «reglas del juego». Tiene que existir el Estado (que es un servidor de la sociedad), pero ha de vigilarse que no se agigante su tamaño, su burocracia o su función.

Tiene que haber «normativas básicas generales» en el ámbito sanitario, desde luego, pero éstas deben existir para aclarar las cosas, y para asegurar la igualdad de oportunidades a todos los que actúan en el campo de la salud, especialmente los que actúan desde tiempo inmemorial. Pero las normas tienen que ser básicas, generales y mínimas (el número y sutileza de posibles motivos de ignorancia, dolo, imprudencia/negligencia/delincuencia, etc. profesional es ingente y escapa a cualquier normativa; y, además, cambia y se extiende con el tiempo; por ello, ninguna legislación o normativa podrá nunca preveerlo todo, ni controlarlo todo, y de ahí el papel de los jueces y de los jurados). Y, desde luego, las normas no deben existir para hacer la vida imposible a quienes no sean multimillonarios, ni para enloquecer a quién no sea un experto epidemiólogo y analista bioquímico, sino para liberar y potenciar a los agentes generadores de salud que espontáneamente genera, oferta y demanda la sociedad, máxime si son autóctonos y de acción secular.

Los funcionarios, pueden (y deben) fiscalizar la ejecución de estas normas, y denunciar la comisión de presuntas faltas o delitos; pero no pueden enjuiciarlas, pues es esta tarea reservada sólo al juez, aunque pueden asistirle recordándole cuales de esas muy básicas y generales normas se han incumplido en determinado expediente.

Los productos artificiales pueden o no ser fabricados y, por su novedad y masividad, pueden ser peligrosos y contaminantes: aunque resulte muy trabajoso, no hay más remedio que autorizarlos y controlarlos. Sin embargo, los productos de la Naturaleza existen por sí mismos y hace millones de años que están adaptados al entorno, y el entorno a ellos: es muy difícil (sino ridículo) prohibirlos o controlarlos. Aunque un producto de la Naturaleza pueda ser utilizado dolosa, imprudente o negligentemente, los funcionarios gubernamentales no deben «prohibir» o «autorizar» dicho producto, o su uso por los seres humanos, sino que tienen que informar sobre los riesgos de su mal uso o imprevención (es lo que se hace al instruir sobre comportamiento ante una tormenta, por ejemplo); y, sobre todo, deben perseguir el fraude, el daño, el engaño, el delito.

La mejor solución contra la ineficacia y el fraude que tanto preocupan a nuestras autoridades sanitarias es asegurar la libertad de concurrencia y de información, fortalecer las asociaciones de usuarios y consumidores, la libertad y pluralidad de información, así como el libre e igual acceso a los mass-media, asegurar la verdadera pluralidad e independencia de las cátedras médicas (sean éstas farmacológicas o no), fomentar la crítica cruzada y, desde luego, obligar a la transparencia y a la veracidad.

Aparte de estas importantísimas funciones que aseguran «las reglas del juego», el Estado debe preocuparse por la fiscalidad (que debe gravar progresivamente más a quién más dinero tiene), y por evitar la formación de oligopolios (¡y mucho menos monopolios!) comerciales o culturales, que es la sempiterna tentación de los más fuertes. Nuestras autoridades sanitarias deben recordar (¡y hacer recordar!) que las Etno-Medicinas y Fitoterapias autóctonas son medicinas y útiles terapéuticos al mismo nivel (si no mayor) que la Tecno-Medicina y Tecno-Farmacia del hombre blanco, que las distintas medicinas compiten entre sí en los resultados objetivos y subjetivos percibidos no por tal o cual competidor o funcionario, sino percibidos precisamente por el paciente y sus familiares.

Una vez asegurado esto, poco más hay que «examinar» y «evaluar» y «perseguir». Simplemente hay que dejar disponibles los medios de comunicación, y abiertos los Juzgados de Guardia: la gente no es tonta, los perjudicados no son tontos... y actuarán. Demos derecho a contra-réplica y aseguremos el derecho de defensa, por supuesto, pero al final, que actue la opinión pública; y, cuando haya existido delito, que caiga sin componendas el peso de la ley. Como en cualquier otro ámbito, comercial, profesional o industrial, como ha ocurrido siempre (excepto en regímenes totalitarios)... eso es todo.

5.2.4.2. Hay que perseguir el delito, no a las etnomedicinas.

Sabido es que en todo sistema terapéutico exitoso entran tarde o temprano impostores, delincuentes y sinverguenzas; y sabido es que esto ocurre tanto más, no sólo cuanto más exitoso y demandado sea dicho sistema terapéutico, sino también cuanto más se tengan que ocultar sus practicantes en su ejercicio profesional. Como dice el refrán, «el oro está frecuentemente mezclado con la ganga». A nadie le sorprende este hecho.

Sabido es también que, cuando un producto es eficaz y muy demandado, tarde o temprano los sinverguenzas o los mafiosos de turno elevan los precios exageradamente, o ponen en circulación sucedáneos rebajados o sin eficacia e, incluso (aunque con menos frecuencia), ponen en circulación preparados contaminados, adulterados, etc.; y sabido es que esto ocurre tanto más, no sólo cuanto más eficaz y demandado sea el producto, sino también cuanto más ilegalizado esté. Como dice el refrán: «el oro falso testimonia la existencia del oro verdadero»; o, lo que es lo mismo, precisamente porque existe oro verdadero y es grandemente demandado, por eso mismo aparece el oro fraudulento en el mercado. A nadie le sorprende, tampoco, este hecho.

Esto ocurre tarde o temprano en toda profesión y actividad humana, empezando por la medicina y veterinaria «científicas», como todos sabemos. Aunque, cuando esto ocurre, no por ello culpabilizamos a la medicina y veterinaria «científicas» (más bien las compadecemos), ni ilegalizamos en bloque a sus profesionales, ni tampoco se nos ocurre culpabilizar al principio activo que ha sido diluido o adulterado (o cuyo precio -por prácticas monopolístas o de trust- ha sido artificialmente elevado), sino que culpabilizamos a los desaprensivos y mafiosos que han actuado. Es algo que es fácil de comprender.

Cuando esto ocurre en la Tecno-Medicina, no se nos ocurre endosar la tarea enjuiciativa a funcionarios gubernamentales: ellos sólo pueden elaborar normas muy básicas y generales, después de haber oído a los pacientes, que son los que entienden de sus propios sufrimientos y necesidades, y después de haber oído a todos los profesionales específicos (etno y tecno-médicos), que son los que entienden de sus propios procedimientos y productos.

Cuando algun sinverguenza o delincuente estafa, mal usa o daña con tal o cual instrumento quirúrgico o tecno-fármaco, lo denunciamos, aunque tenga un flamante título de Medicina o de Famacia. Pero no se nos ocurre llamar a un competidor (por ejemplo, la Federación de Acupuntores de España) para que enjuicie la formación, prudencia, diligencia y eficacia de tal o cual supuesto medico «científico», ni mucho menos para que elabore normativas de actuación para nadie y mucho menos para quienes no son acupuntores. Ni nos vamos a creer que porque el denunciado presente un título deja por ello automáticamente de ser ignorante, doloso, imprudente, negligente o ineficaz en su profesión, o está al cubierto de responsabilidad civil o penal.

Cuando se comete una falta o un delito en la medicina «científica», lo que hacemos en estos casos (y es jurisprudencia y costumbre asentada) es reunir pruebas y denunciar los hechos a quién corresponde: los propios medicos «científicos»; probablemente a través de la correspondiente denuncia en alguna oficina del Defensor del Paciente, en alguna Asociación de Consumidores, en algún Juzgado de Guardia, etc., quién los admitirá o no a trámite, según los fundamentos indiciarios y la envergadura de la denuncia. Claro que ello es posible gracias a que los médicos «científicos» no están ilegalizados ni satanizados, sino que están aceptados y reconocidos, y pueden por ello constituirse en Colegio Profesional y, como tal, evaluar lo pertinente a su propia profesión, así como asistir a los jueces civiles o penales llegado el caso.

Es importante aclarar que, en asuntos profesionales, el juez (que no tiene porqué saber de tal o cual medicina o terapia) tiene la obligación de escuchar a los peritos de parte y de contraparte; y que además, suele inhibirse cuando en un litigio, tras haber descartado el dolo, observa que el asunto denunciado es opinable y polémico dentro de las diversas corrientes o enfoques terapéuticos que existen en la lucha contra la enfermedad, máxime si esta es difícil o novedosa, o no tiene curación clara conocida para un determinado paciente y situación.

Recordemos finalmente que, en última instancia, el juez actúa en conciencia, lo cual es una garantía frente a la necesaria limitación de toda normativa legal que, forzosamente, debe ser muy básica y general. En los países más democráticos, el juez sentencia en función de lo que evalúa un Jurado, órgano verdaderamente decisivo que representa al pueblo soberano y en el que, en la costumbre de estas naciones, es muy importante que estén representadas todas las sensibilidades y corrientes básicas de opinión que existen sobre una cuestión.

Es así como se resuelven las cosas cuando hay buena fe, y es así como pretendemos ser tratados los Etno-Médicos y Fitoterapeutas, que estamos incardinados en la población autóctona siglos antes de que llegase esta poderosa Tecno-Medicina que pretende ponernos bajo sospecha, juzgarnos y arrinconarnos.

¡Ojalá las Etno-Medicinas y Fitoterapias tengan el mismo reconocimiento, el mismo derecho al honor y las mismas oportunidades que las Tecno-Medicina para depurar a impostores, desaprensivos y delincuentes que puedan anidar en sus filas, y para luchar contra la adulteración y el fraude de los productos terapéuticos, lucha en la cual ellas son desde luego las primeras interesadas!.

5.2.4.3. Hemos de custodiar a quienes nos custodian.

Los funcionarios públicos (incluyendo a los relacionados con la Sanidad) tienen una autoridad y poder que emana del pueblo, actúan mediante impuestos pagados por el pueblo (y, en la parte correspondiente, por los etno-médicos y fitoterapeutas, si es que ellos obtienen beneficios) y deben servir, por tanto al pueblo. No tienen capacidad legislativa (que emana del pueblo) ni judicial (que emana del pueblo), si no sólo ejecutiva, de acuerdo con la ley, y al servicio de los ciudadanos. Deben perseguir los delitos cometidos en el seno de las Fitoterapias, ciertamente, pero no a la propia actividad fitoterapéutica, ni a los propios fitoterapeutas, ni tampoco al pueblo que usa esas fitoterapias ancestrales.

Las Multinacionales farmacéuticas son legítimas, pero muy poderosas, quizá excesivamente poderosas en su actuación concreta con los gobiernos y la población del Tercer Mundo. Tienen poder de decidir lo que es «científico» y «serio» y lo que no, tienen una ingente capacidad de comprar lo que sea, especialmente las almas y las inteligencias: su lenguaje es el argot científico-técnico (cada vez más separado del pueblo e, incluso, de los profesionales médicos); su seducción principal son los documentales de televisión y revistas de divulgación «científica» (verdaderamente fascinadores); el oropel de su ropaje son las estadísticas sutilmente capciosas; y su (erróneo) transfondo filosófico, utiliza inapropiadamente la noción de «progreso», que viene a decir (o, mejor, a sugerir, sin decirlo) que la Historia es supersticiosa, impotente y falaz en sus orígenes («tercermundistas»), pero luminosa, poderosa y «científica» en su destino, gracias a la revolución científica e industrial hecha por el hombre blanco anglosajón en los últimos siglos. Y que todos, pero especialmente los países del Tercer Mundo, debemos salir de los comportamientos «pre-científicos» que nos «aherrojan»...

Por eso, por las sutiles falacias que encierra su lenguaje y por su inmensa capacidad de seducción, debemos estar alerta y vigilar a quienes, desde los Ministerios de Sanidad, tienen como función vigilar nuestra salud, pues pueden ser devorados por esos «lobos disfrazados» que son las Multinacionales farmacéuticas, con sus obras y sus pompas.

World Health Organization (WHO).Aunque suene duro decirlo, ni a los funcionarios de Sanidad, ni al estado, ni a organismo supranacional alguno (incluyendo las Multinacionales farmacéuticas, la OMS, etc.) les compete decidir sobre lo que, al final de los finales, sirve y funciona en el ámbito individual de la salud. Deben informar sobre todo ello, y deben castigar la falsedad o el delito, pero no deben decidir coercitivamente por los que sufren o mueren, ni dañar la libertad de elección en los niveles individuales de la salud, pues a cada uno sabe donde le duele la china de su zapato. Ni mucho menos deben aliarse con un competidor sanitario, para excluir o hacer la vida imposible a otros.

Pero, aunque los funcionarios públicos (incluyendo a los relacionados con la Sanidad) no deban juzgar ni controlar al pueblo que administran y al que sirven... el pueblo soberano si debe juzgarles y controlarles a ellos. Éste es el fundamento del Estado de derecho moderno, éste es el fundamento de las elecciones y votaciones democráticas periódicas. Y este es el espíritu que ha guiado a este artículo.


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